Economía en el freezer
A un año del inicio de la gestión de Alberto Fernández y, más allá de los justificativos que pueda brindar la pandemia, se sigue demorando la generación de condiciones para que la economía vuelva a crecer. Se están cumpliendo diez años desde que la economía ingresó en la situación de estancamiento en la que se […]

16 Dic, 2020

A un año del inicio de la gestión de Alberto Fernández y, más allá de los justificativos que pueda brindar la pandemia, se sigue demorando la generación de condiciones para que la economía vuelva a crecer. Se están cumpliendo diez años desde que la economía ingresó en la situación de estancamiento en la que se encuentra y en todo este período las distintas autoridades económicas se resistieron a tomar las decisiones necesarias para revertirla. 

Para lograr esto, se requiere estabilizar un conjunto de precios relativos de manera tal que todos aquellos que tienen proyectos productivos puedan realizar las inversiones con un riesgo razonable, sin el temor de que esos precios pueden modificarse en cualquier momento como consecuencia de una decisión del gobierno de turno. Sin duda que no es algo sencillo políticamente porque implica asignar costos a algunos sectores de la población, sea porque se tiene que reducir el gasto público o realizar reformas estructurales que afecten intereses existentes. 

A primera vista, resulta notable que esto se haya demorado durante ya diez años. Que durante una década los argentinos hayamos permanecidos impávidos frente a una sucesión de gobernantes que subordinaron de manera alevosa la economía a sus deseos de mantenerse en el poder. Pero lo cierto es que no es la primera vez que sucede algo así. Desde los años 70 el sistema político argentino viene mostrando una gran incapacidad para ordenar la economía una vez que se empiezan a atravesar dificultades. Sucedió en la última etapa del gobierno peronista de 1973-1976, luego durante toda la década del 80, que terminó con la hiperinflación, y, más adelante, en los últimos años del régimen de convertibilidad, que tuvo como desenlace la profunda crisis del 2001 y 2002.

Definitivamente, existe alguna especie de síndrome social que produce este resultado. Perdemos el tiempo tomando partido e intentando señalar culpables, en lugar de asumir la responsabilidad y gestionar las soluciones a través de nuestros representantes políticos, lo que puede implicar en situaciones de emergencia un trabajo conjunto del oficialismo y la oposición, algo que nunca se da. 

El costo de este comportamiento es enorme. En estos largos períodos de indefinición, de precios relativos inciertos, la inversión privada prácticamente se paraliza, lo que implica miles de millones de pesos menos de actividad económica e ingresos.

El elevado nivel de pobreza, que durante la pandemia subió al 44,2% de la población y alcanzó a 18 millones de personas, es la cara más dolorosa de este fracaso social, y tal vez el principal estímulo para un pronto despertar. El año que viene, en las elecciones legislativas, tenemos una nueva oportunidad de elegir a aquellos políticos que vienen con soluciones nuevas por sobre los que dicen lo que nos gusta escuchar pero que nos trajo hasta acá.

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