Se fue, nomás, el 2021 con un rebote que devolvió a la economía a su nivel del 2019, completando, finalmente, una década de estancamiento. El país produjo el año pasado una cantidad de bienes y servicios inferior en un 2,6% a la del 2011.
En el mismo periodo, de acuerdo a las proyecciones del Indec, la población creció un 11%, lo que significa que el ingreso por habitante cayó más del 12%. Es decir, que el estancamiento económico en el que nos encontramos ha producido un empobrecimiento, en promedio, de todos los argentinos.
Provoca una gran perplejidad ver cómo un país con semejante potencial, lleno de oportunidades, puede caer un una situación de parálisis como la de estos últimos diez años. Y, entre los miles de motivos que pueden encontrarse detrás de este fenómeno, hay uno que sobresale: la incapacidad para construir consensos lo suficientemente amplios sobre un conjunto de lineamientos económicos básicos. En los extremos hay posiciones irreductibles y en los sectores medios prevalece una visión cortoplacista que se mueve rápidamente entre una posición y la otra si los resultados inmediatos no son positivos.
Esto ha generado un marco muy poco propicio para llevar adelante proyectos de inversión, el motor de una economía capitalista. Es muy difícil poner en marcha proyectos productivos de mediano y largo plazo en un país en el que rubros esenciales de la ecuación de rentabilidad de cualquier iniciativa, como el costo salarial, la carga tributaria o el precio de los insumos, se pueden modificar significativamente en un periodo breve de tiempo.
Este problema se hizo evidente durante la gestión de Mauricio Macri, en la que, claramente, se observaba la intención de generar condiciones más favorables para la inversión privada. Pero el miedo a perder el apoyo de lo volátiles sectores medios del electorado llevó al Gobierno a evitar un programa económico que tuviera la consistencia suficiente como para darle sustentabilidad a la propuesta. Como consecuencia de esto, se activó la inversión en algunos sectores como el agro y la energía, pero no llegó la anhelada “lluvia de inversiones” necesaria para sacar a la economía de su letargo.
Lamentablemente, el panorama para los dos años que restan del mandato de Alberto Fernández no es el más alentador. Difícil pensar que un gobierno que ya perdió el apoyo de los sectores medios, en parte como consecuencia del impacto de la pandemia y, en parte, por su propia incapacidad, y que se sostiene en una coalición política sumamente heterogénea y endeble, pueda articular un programa suficientemente sólido como para poner en marcha la economía. El consenso fiscal acordado a fines del año pasado con los gobernadores no fue el mejor punto de partida en este sentido, porque tuvo un énfasis en la creación y el aumento de nuevos impuestos y no en la reducción del gasto público para resolver el importante desequilibrio de las cuentas fiscales. La demora para alcanzar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional a pocas semanas del vencimiento de importantes compromisos con el organismo suma más dudas.
Va ganando vigor la idea de que la única manera que tenemos los argentinos de enfrentar nuestros problemas económicos es desde el fondo del abismo. Esperemos reaccionar a tiempo para evitar ese lamentable destino.