El nuevo gobierno puso en marcha en las últimas semanas el paquete de medidas económicas con el que lleva adelante su ataque inicial contra los persistentes problemas de la economía argentina, que la mantienen estancada desde hace ya ocho años.
Y, ciertamente, no hubo sorpresas en el mix elegido. Bajo el argumento de la emergencia económica se ha multiplicado la intervención del Estado en la actividad económica a través de nuevos impuestos, regulaciones y controles. Se pretende el objetivo loable de mejorar la situación de los sectores más vulnerables pero al costo de generar una elevada incertidumbre con respecto a lo que sucederá con los precios relativos en el futuro. En lugar de despejar el horizonte, se lo ha ocultado, aun más, detrás de una maraña de medidas cuyo impacto sobre las ecuaciones de rentabilidad de los distintos sectores puede volver a cambiar en cualquier momento por una nueva decisión gubernamental.
Una vez más se transmite un mensaje de falta de institucionalidad: el que llega al gobierno puede hacer lo que quiera sin límite alguno, con legisladores que apoyan leyes que se oponen completamente a otras que votaron un par de años atrás.
A esto se debe agregar que, fiel al estilo de los últimos gobiernos peronistas, no se percibe ni un solo guiño al capital privado. La retórica política se impone por completo a la necesidad económica. Pareciera desconocerse que en una economía capitalista la única manera de crecer es a través de la inversión privada y que una tarea esencial de cualquier administración es generar las condiciones para que prolifere.
Por lo tanto, puede ser que este paquete de medidas provoque un alivio inicial, un pequeño rebote, aprovechando el margen que dejó la fuerte devaluación del peso y la imposición del cepo cambiario durante la gestión anterior, que permiten disponer y poder sacarle el máximo provecho a los dólares generados por el superávit comercial (que en noviembre alcanzó los 2.445 millones de dólares, el valor mensual más alto en más de diez años). Pero sin lugar a dudas no pondrá en marcha un proceso de crecimiento sostenido en los próximos años.
En algún momento se deberá corregir el esquema, poniendo énfasis en la generación de un horizonte más claro y favorable, que permita impulsar la inversión privada. De lo contrario, se completará una nueva década perdida y difícilmente se superen los próximos tests electorales. En la última elección el peronismo todavía pudo jactarse de las mejoras obtenidas por amplios sectores de la población allá lejos entre 2003 y 2011. Pero si se mantiene este planteo inicial, será afortunado si en los próximos cuatro años logra mínimas ganancias en comparación con la situación recibida.
De todos modos, se puede señalar como algo positivo que las nuevas autoridades parecen comprender la importancia del equilibrio fiscal, en contraposición a lo que sucedió durante los mandatos de Cristina Fernández de Kirchner, en los que el déficit fiscal no dejó de subir a partir de 2011. Si esta aparente responsabilidad se termina trasladando a los resultados, se podrá descartar, al menos, los escenarios de inestabilidad y aceleración inflacionaria que se temían en las semanas previas al cambio de gobierno.